lunes, 30 de noviembre de 2020

Masa

Reviviendo el que bien pudiera ser uno de los poemas más conocidos del poeta peruano César Vallejo, poema que por estos días pareciera que más que a andar, le han salido alas y ha echado a volar.
Este poema llegó a mí hace muchos años y nunca se fue, es uno de esos poemas que uno nunca olvida.

Masa

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…

César Vallejo

miércoles, 4 de noviembre de 2020

¿Por qué no yo?

Este poema lo escribí antaño cuando estaba recién emigrada, todavía lo leo y me conmueven estas preguntas, aunque ya no me las hago. Lo he superado. Fue un tiempo convulso en el que no me sentía capaz de moverme con mi queso. Al parecer la respuesta a todas ellas era: tiempo. Excepto quizás para la última.
Entiendo que pueden aplicarse a otras circunstancias agenas a la emigración, son pertinentes del cambio y de lo novedoso. Novedoso pero no feliz. Creo que en tales momentos, es normal hacerse estas preguntas, y la respuesta es para uds, como lo fue para mi, la misma: darse tiempo. 

¿Por qué no yo?

¿Por qué no puedo acostumbrarme a esta nueva vida?
¿Por qué, si el sentido común indica que es mejor?
¿Por qué no, si todos lo hacen? ¿Por qué no yo?
¿Por qué este sufrimiento y este pesar?
¿Por qué mi conciencia no asume la nueva realidad?
¿Por qué me aferro tan fuertemente al pasado?
¿Por qué mis ojos no ven más allá de estas lágrimas?
¿Por qué mis manos no sienten que está bien tocar?
¿Por qué el sonreír me parece traición?
¿Por qué este sol no calienta mis manos siempre frías?

lunes, 2 de noviembre de 2020

Abuelo


Serás el viento que arrulla entre las hierbas

y rebeliones arma,

serás esa presencia de la aurora

cuando la noche parece más sórdida y más larga,

serás ese misterio de la vida

saliendo en la palabra;

serás el cáliz,

la multitud que ejerce la justicia,

ese  muchacho

enternecido, augusto,

que la muerte ha mandado a su pizarra.


(A quien le dieron nombre de manzana)

Carilda Oliver Labra.



Corría la tarde del 13 de marzo de 1957, apenas unas semanas antes habían celebrado en casa muy modestamente el primer cumpleaños de su primogénito. Como todos los mediodías, volvía a la casa para almorzar, darle de comer a las gallinas, los cerdos y los perros, y tomar una pequeña siesta durante las horas más calientes de la tarde, antes de volver al arado, donde trabajaba hasta que se ponía el sol.

Como de costumbre, al levantarse de su siesta se puso su camisa de mangas largas, su pantalón de trabajo, y se dirigió al patio que quedaba al fondo de la casa. Al pasar por la cocina encendió el radio. En la puerta trasera se puso las botas enfangadas, el sombrero de yarey y se dispuso a ponerle agua fresca a los perros. Los animales estaban muy inquietos, uno de los gallos del vecino del fondo había traspasado su cerca y comenzado una pelea con uno de los suyos. La desafortunada muerte de su gallo preferido y la discusión que sostuvo con el dueño del gallo matón, le retrasaron la vuelta al trabajo. Con decepción y tristeza soltó las botas en la entrada y fue a lavarse la sangre del gallito de las manos.

Un diminuto reloj de pared le indicaba que ya había perdido la primera media hora después de las tres, cuando poniéndose las botas para finalmente marcharse, oye en la radio, en voz del líder estudiantil José Antonio Echeverría, una noticia que cambiaría su vida y la de todos los cubanos. En ese momento acababa de ser ajusticiado el dictador Fulgencio Batista en su propia madriguera... No escuchó más, de un salto se levantó y se desprendió a correr hasta el medio del pueblo, donde se puso a gritar a todo pulmón: “Murió el tirano, murió el tirano”, con los brazos abiertos extendidos hacia arriba y los puños cerrados, festejando una victoria por mucho tiempo anhelada. Repitió sus gritos de júbilo un par de veces más hasta que una bala de la guardia rural lo tumbó de su encumbrado regocijo.

Afortunadamente no murió ese día, vivió para tener otros cuatro hijos más y verlos crecer y darle nietos. Tampoco murió Batista ese día. Pero desafortunada, triste y muy dolorosamente, y aun los que no lo conocieron lo sienten así, José Antonio (manzanita) no tuvo la misma suerte.