miércoles, 27 de mayo de 2015

El perrito chocolate

Era el menor de 5 hermanos y el mas goloso y comilón; y un día llegó de la escuela antes de tiempo y se quedó solo en la casa. Aburrido y sin saber que hacer, para matar el tiempo, se puso a pensar en lo que mas le gustaba en la vida: comer. Decidió ir a la cocina a prepararse algo. 
No eran tiempos de abundancia en los campos cubanos, por el contrario, había escasez de todo, o casi todo, y lo poco que había en las casas era el fruto del trabajo duro y la racionalización. Su padre trabajaba de sol a sol en su cosecha, mientras que su madre lo hacia en el comedor de una escuela primaria. 

Ese día, llegando a casa, el pequeño había visto al vecinito de la casa de enfrente sentado en la acera comiendo merenguitos, un plato lleno de los deliciosos dulces recién hechos. Habia pasado una hora y media pero desde entonces las ganas no se le habían quitado, así que puso manos a la obra de prepararse su propio lote de merenguitos. 

Normalmente para un plato de merengue basta con batir la clara de un huevo hasta que esté a punta de nieve, adicionar unas cuantas cucharadas de azúcar y seguir batiendo hasta que la mezcla se torna brillante y consistente y “voila” el merengue. Luego suelen cogerse porciones con un tenedor y darle vueltas sobre el fuego como asándolo, y se van colocando en un plato. Cuando se pasa el dolor terrible que queda en la muñeca después de haber batido sin descanso por aproximadamente 15 o 20 minutos, se disfruta de unos deliciosos y quemaditos merenguitos, duritos por fuera y, blandos y cremosos por dentro. Casi todo niño cubano tiene la idea básica de los ingredientes y la preparación de los merenguitos, con algunas lagunillas. 

El caso fue que el pequeño goloso tomó una docena de huevos y los abrió todos en una cazuela gigantesca que su mamá tenía para cocinar los días de fiesta, poniendo los huevos enteros con yema y todo. Acto seguido cogió el cartucho de azúcar y lo añadió en su totalidad y con toda su calma, disfrutando cada segundo la idea de saborear docenas de merenguitos, tomó el tenedor y se puso a batir. Como aquel mejunje no llego nunca a convertirse en los tan salivados merenguitos, se lo echó al perrito Chocolate, llamado así por el color de su pelaje. El pobre perro hizo lo que pudo pero no pudo comérselo todo, era demasiado… Cuando la madre llegó del trabajo y vio todo el desorden, la suciedad y el caos que había en su cocina, se le subió la sangre a la cabeza y comenzó a bufar husmeando por todo el lugar en busca de pistas. Al notar la desaparición de los huevos que serían la comida de ese día, y al ver el cartucho de azúcar vacío sobre la mesa toda pegajosa, sacó sus propias conclusiones e imaginando lo ocurrido dijo como par sí misma pero en voz alta: “lo mato” y salió como alma que lleva el diablo al encuentro del niño que jugaba afuera con Chocolate. Lo arrastró por la oreja hasta la cocina y señalando el caldero con los restos de mejunje, el cartón de huevos vacío y el rastro de azúcar por todo el lugar, lo interrogó: 

-¡¿Qué pasó aquí?!
-Nada.- dijo el niño tras un breve silencio de pánico al ver el estado colérico de su madre.
-¿Cómo que nada? ¿Qué es todo esto? ¿Dónde están los huevos? ¿Por qué los cogiste? Si te los comiste, te juro que te mato…
-Yo no fui, yo no los toqué mamá, te lo juro. Fue el perrito Chocolate, él los cogió así con sus patitas y los rompió uno a uno, así con sus patitas d’lante. Y después cogió el azúcar la puso en la mesa y con el hociquito la hecho ahí, así. -dijo con voz angelical, los ojos caídos y llorosos como los de un perrito que quiere que lo acaricien,  mientras doblaba sus manos hacia dentro y chocaba la parte superior de las muñecas imitando el perro rompiendo los huevos, y luego asintiendo suavemente con la cabeza haciendo como quien empuja algo con la nariz, imitando al animal.
-¿El perrito Chocolate? -Preguntó la madre arqueando drasticamente las cejas.
-Sí mamá, fue él. -Dijo el niño señalando al perro que sentado a sus pies se lamia los restos del dulcísimo  brebaje de sus patas mientras movía armoniosamente la cola. 

Eran tan vívidos sus gestos y tan convincentes sus palabras y su mirada, que la madre con la mano ya levantada para darle la tunda de golpes de su vida, se imaginó por un instante al perrito Chocolate haciendo todo aquello y no pudo hacer mas que echarse a reír. Se rió hasta que le dolió el estómago y se le saltaron las lágrimas. Su hijo la observaba cada vez mas confiado de la veracidad de sus palabras y repetía: “fue él, fue el perrito Chocolate” asintiendo con la cabeza. Y la miraba con los ojos abiertos y fruncido el ceño mientras ella no podía parar de reír. Minutos después, cuando al fin pudo controlarse a sí misma, respiró hondo, volvió la mirada al panorama de la cocina, se quitó un zapato, lo cogió en la mano y le corrió detrás al culpable por toda la casa. 

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